La discapacidad desde la perspectiva del estado social

  1. Polonio De Dios, Gema
Zuzendaria:
  1. María del Carmen Mingorance Gosálvez Zuzendaria
  2. Francisco José Alós Cívico Zuzendarikidea

Defentsa unibertsitatea: Universidad de Córdoba (ESP)

Fecha de defensa: 2016(e)ko apirila-(a)k 11

Epaimahaia:
  1. Manuel Izquierdo Carrasco Presidentea
  2. Amapola Povedano Díaz Idazkaria
  3. Araceli de los Ríos Berjillos Kidea

Mota: Tesia

Laburpena

1. Introducción o motivación de la tesis Muchas personas, debido a un problema de salud física o psíquica, ven limitada su capacidad en algún momento de su vida. Desgraciadamente, a lo largo de la última centuria, el número de personas con discapacidad está aumentando a consecuencia del incremento de casos registrados de enfermedades crónicas, traumatismos, accidentes de tráfico, caídas, violencia, etc., así como por otras causas de índole diversa, tales como el envejecimiento o la crisis social y económica que atravesamos. Ante esta situación, en los países occidentales más desarrollados, conforme se ha avanzado y profundizado en el concepto de Estado del Bienestar, la sociedad y los poderes públicos han ido considerando su deber de responder a las atenciones básicas de las personas que presentan necesidades intensas y generalizadas de apoyo, así como velar para que puedan contar con los medios y recursos necesarios para desarrollar plenamente sus capacidades pues sólo así se garantizará la consecución material del principio de igualdad consagrado en el artículo 14 de nuestra Carta Magna. Si bien el camino definido para la consecución del citado objetivo parece firmemente trazado, este se está recorriendo con ciertas dosis de luces y sombras que ponen de manifiesto déficits que requieren una pronta subsanación. El análisis jurídico y social de esta compleja encrucijada conformará el eje fundamental del presente proyecto de tesis 2. Contenido de la investigación Esta investigación ha seguido los siguientes parámetros: se encuentra dividida en tres grandes partes. La I parte, denominada Antecedentes y Origen de la Discapacidad, está dedicada a los siguientes capítulos: Capítulo I- Análisis del nacimiento del Estado Social y su plasmación constitucional y estatutaria Capítulo II- Estudio de la Política Social estatal y autonómica como consecuencia del nacimiento del Estado social Capítulo III- El concepto de discapacidad, evolución histórica, tipos y acreditación de la discapacidad En la II parte, denominada Marco Jurídico de la Discapacidad, me centro en el análisis jurídico –social de la legislación existente en materia de discapacidad así como planes y acciones que completan el desarrollo de dicha normativa. Así pues, esta II parte contiene: Capítulo IV-Delimitación del marco jurídico internacional y comunitario, Capitulo V- Delimitación del marco jurídico estatal Capítulo VI-Delimitación del marco jurídico autonómico (Andalucía) Por último, la III parte de esta labor de investigación, está centrada en el marco social de la discapacidad que aborda la protección hacia las personas con discapacidad y su situación actual. En base a ello, esta parte detalla: Capítulo VII- La protección social de las personas con discapacidad: La igualdad de oportunidades Capítulo VIII –Situación actual de las personas con discapacidad y retos de futuro 3. Conclusión Si la pobreza, entendida en sus más diversas formas y conceptos, siempre ha estado presente en las distintas sociedades y civilizaciones, puedo afirmar, sin ningún género de duda, que las distintas formas de actuación contra la misma son igualmente inherentes a la historia de la humanidad. En sus orígenes, dicha Acción Social nace en pequeños entornos familiares o colectivos, traduciéndose en comportamientos caritativos aislados y dispersos que tienen como principal objetivo paliar las carencias de aquellos individuos más próximos. No será hasta la Baja Edad Media cuando la Acción Social adquiera, en determinados ámbitos asistenciales o prestacionales, un carácter institucionalizado en torno a la figura de la Iglesia Católica que, ajena aún a la actuación pública estatal, crea una red propia de centros de beneficencia, los cuales persiguen asistir y dar cobijo a las personas más necesitadas. Si bien la Acción Social ya había evolucionado desde la simple caridad a la beneficencia, aún restaba un paso más en este devenir histórico: la Política Social, la cual nace con la configuración de los estados modernos que, en esta materia, se caracterizan por la creciente intervención pública en la acción social, colaborando en su inicio con las instituciones de beneficencia para, paulatinamente, desarrollar una actuación propia e independiente de aquéllas. La creciente importancia de la Política Social alcanzó su cénit, ya a finales del siglo XIX, con la plasmación de la misma en los diversos textos constitucionales que afloraron en ese período, donde se reconocen a la ciudadanía un amplio elenco de derechos sociales que permiten afirmar el nacimiento del Estado Social. Con este hito, en mi opinión, culmina el tortuoso camino recorrido por la Acción Social, partiendo de comportamientos singulares, localistas y voluntarios para llegar a una actuación coordinada, pública y garantizada al más alto nivel normativo. Sin embargo, la evolución de la Acción Social también ha experimentando diversos retrocesos que, normalmente, van aparejados a las distintas crisis económicas y sociales. En todas estas coyunturas, como la que actualmente atravesamos, puedo afirmar que se repite un mismo patrón cíclico caracterizado por el retroceso de la Acción Social pública, vacío que necesariamente pasa a ser ocupado por la caridad y beneficencia de antaño, las cuales, ante la inacción del Estado, intentan dar respuesta a las acuciantes necesidades existentes. No obstante, dichas necesidades no son siempre idénticas ya que las distintas crisis también originan nuevas formas de pobreza o exclusión que, obviamente, requieren de nuevas actuaciones y respuestas a las que deben hacer frente, huérfanas en gran parte de la ayuda pública, las personas que practican la caridad y las instituciones de beneficencia, tal como personalmente he podido constatar en mi actividad como voluntaria de Cáritas, entidad social perteneciente a la Iglesia Católica y que, desgraciadamente, durante estos últimos años, ha tenido un papel relevante en la vida de muchas familias ante la inactividad de la Administración Pública. En este sentido, he asistido a una evolución del concepto de Acción Social que, si bien anteriormente poseía una connotación negativa, pues estaba dirigida a colectivos marginales pobres o dignos de lástima, actualmente, debido a las nuevas formas precitadas, carece de sentido. Así pues, en conclusión, considero un desacierto que la debilidad del Estado Social sea más latente en aquellos momentos en los que la vertiente pública de la Acción Social se torna más necesaria que nunca, triste realidad que obliga a la sociedad a regresar, en gran medida, a los orígenes de aquélla, es decir, a la caridad voluntaria de terceras personas y a la acción de beneficencia de instituciones como la Iglesia Católica. En cualquier caso, la configuración del Estado Social en los sistemas democráticos modernos, especialmente en Europa Occidental, implica la ejecución por parte de los distintos gobiernos de un conjunto de medidas que, englobadas bajo la genérica denominación de “políticas sociales”, garantizan los derechos de la ciudadanía, dando así lugar al conocido como “Estado del Bienestar” cuyo origen puede ubicarse en el “Welfare” británico y que, actualmente, presenta un futuro más bien incierto debido a los recortes sustanciales acometidos por los diferentes gobiernos para cumplir así con las exigencias impuestas por la Unión Europea para la reducción del déficit público. Esta realidad motiva un cambio en el propio concepto de “Política Social”, encaminándonos a un “Emprendimiento Social”. En este sentido, comparto las causas esgrimidas por Monero para argumentar la actual crisis del “Estado del Bienestar” y que pueden resumirse en tres: la impotencia estatal para cubrir las expectativas generadas por el ciudadano, la desconfianza hacia la autoridad estatal por su incapacidad para dar respuesta a dichas expectativas y, finalmente, la crisis moral y espiritual en la que se halla inmersa la sociedad debido a la desaparición de los valores que sustentan las “Políticas Sociales”, hecho que, si en época de bonanza económica da lugar a ineficacia, despilfarro o abusos, en una coyuntura de crisis como la actual desemboca en una creciente mercantilización del “Estado Social”, el cual se muestra como un “producto” al que sólo pueden acceder aquellas personas con capacidad económica suficiente para su adquisición. En este contexto, considero necesario y urgente aprobar un marco jurídico que garantice, con independencia de los recursos individuales de sus posibles beneficiarios, un Estado Social estable, permanente y eficaz aunque, igualmente, soy consciente de la dificultad que entraña pues el Derecho, debido a su carácter general, no puede abarcar toda la posible casuística y, además, como expresión de la voluntad popular ejercida por el legislador ordinario, estará sometido a una serie de condicionantes sociales y económicos que variarán según la coyuntura en la que nos encontremos. En España, la planificación, ejecución y desarrollo de las políticas sociales presenta un grado de complejidad que discurre de forma paralela al de la organización territorial contemplada en el Título VIII de la Constitución. En este sentido, si bien el Estado ostenta la competencia exclusiva sobre la legislación básica en la materia, las Comunidades Autónomas podrán acometer el desarrollo de la misma según sus previsiones estatutarias, de ahí que sea muy importante la coordinación entre ambas Administraciones a través de figuras como las Conferencias Sectoriales, las cuales tienen carácter multilateral. No obstante, en mi opinión, poco se ha preocupado el poder constituyente, y aún menos el legislador ordinario, del papel de las entidades locales en la implementación de la política social, a pesar de constituir las administraciones territoriales más próximas a la ciudadanía y, por tanto, mejor conocedoras de sus necesidades y posibles soluciones. En este sentido, la legalidad vigente tan sólo reserva a las mismas escuetas competencias, la mayor parte de carácter ejecutivo, ejercidas bajo la tutela autonómica que, en diversas ocasiones, tampoco está acompañada de los recursos económicos necesarios lo que provoca importantes desequilibrios en las arcas municipales cuyos gestores se ven obligados a emplear recursos propios para el desempeño de funciones ajenas a su esfera competencial, circunstancia que, según considero, pone de relieve la necesidad de acometer una tercera descentralización que garantice una mayor presencia y protagonismo de las entidades locales en el diseño y prestación de las políticas sociales, pasando a desarrollar las administraciones autonómicas y estatal una labor de control que se limite a velar por el correcto ejercicio de estas atribuciones. En definitiva, se trata, por un lado, de reforzar la función legisladora y supervisora del Estado y Comunidades Autónomas, optimizando su capacidad normativa e inspectora mediante una lógica racional, burocrática, y administrativa y, por otro, de potenciar la actividad prestacional de las Corporaciones Locales como Administraciones más cercana a la ciudadanía mediante una deseable descentralización de atribuciones. Sin embargo, la realidad normativa parece discurrir en sentido opuesto ya que, tras la aprobación de la Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de racionalización y sostenibilidad de la Administración Local, se reducen sensiblemente las competencias de aquélla en materia social. Así, por ejemplo, la Disposición Transitoria Segunda de la citada norma establece la asunción por las Comunidades Autónomas de la mayor parte de las funciones sociales ejercidas por las entidades locales incluidas en su correspondiente ámbito territorial, todo ello sin perjuicio de que los gobiernos regionales puedan optar por delegar dichas facultades en sus municipios. A tal efecto, la referida ley ha introducido importantes modificaciones en los artículos 25 y 26 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladoras de las Bases de Régimen Local, que regulaban las competencias de las entidades locales, reduciendo, por ejemplo, las atribuciones en materia social a la “Evaluación e información de situaciones de necesidad social y la atención inmediata a personas en situación o riesgo de exclusión social”. En cualquier caso, la irrupción de la Ley 27/2013 ha vertido aún más confusión al ya complejo reparto competencial existente ya que la mayor parte de las Comunidades Autónomas, que ostentan competencias compartidas en política social y régimen local, no han procedido a adaptar su acervo normativo. Así, por ejemplo, en el caso de nuestra Comunidad, tanto la Ley 5/2010, de 11 de junio, de Autonomía Local de Andalucía, como la Ley 2/1988, de 4 de abril, de Servicios Sociales de Andalucía, aún reservan importantes facultades a las entidades locales en materia social lo que, sin lugar a dudas, es motivo de incongruencia respecto al régimen jurídico delimitado por el legislador estatal. Si dentro del ámbito de la “política social” puede englobarse toda acción social de naturaleza pública que tenga por objeto satisfacer las necesidades de la ciudadanía, queda fuera de toda duda el carácter transversal de la primera, la cual está, por tanto, presente en ámbitos de actuación tan diversos como la educación, la sanidad, la inmigración, la vivienda, etc. En este marco, la atención a la Discapacidad constituye uno de los principales campos de acción de la actual “política social”, de ahí que, de conformidad con lo expuesto, sea fácil enumerar distintas medidas en materia de Discapacidad en todos y cada uno de los grandes sectores de actividad previamente citados. La creciente importancia de este fenómeno ha sido la razón que me ha impulsado a realizar el presente trabajo de investigación, el cual, al igual que la materia objeto de estudio, también presenta un marcado carácter transversal. Si bien existe actualmente una idea o arquetipo, más o menos consolidado, sobre el concepto de Discapacidad, la configuración del mismo no ha estado exenta de continuos cambios, los cuales son un reflejo de las distintas sensibilidades imperantes en el seno de la sociedad que, a su vez, determinaban el modelo de tratamiento de las personas con discapacidad en cada momento. Así, por ejemplo, se ha avanzado desde el infanticidio de menores que nacían con defectos físicos o psíquicos hasta llegar a un reconocimiento pleno de su condición de persona, pasando en este devenir conceptual por un conjunto de estadios intermedios, según los cuales, las personas con discapacidad estaban abocadas a la mendicidad o, en el mejor de los casos, a ser privadas de su libertad mediante un internamiento perpetuo en centros o instituciones. En cualquier caso, la plena condición de persona del individuo afectado por una discapacidad es una concepción relativamente reciente que surge en el siglo XVIII con las primeras declaraciones de derechos, de ahí que todavía exista un debate latente entre el concepto oficial de persona con discapacidad, según el cual tienen tal consideración aquellos sujetos con deficiencias sometidos a ciertas limitaciones derivadas de las barreras del entorno que impiden su participación plena y efectiva en la sociedad, y los posicionamientos esgrimidos por las asociaciones y entidades que trabajan en este sector, para las cuales es necesario avanzar para hablar, no de personas con discapacidad, sino de personas con capacidades diferentes o con necesidades de apoyo. Por otro lado, tal como he avanzado con anterioridad, la configuración del concepto de persona con discapacidad se haya íntimamente ligado a su modelo de tratamiento, de ahí que no sólo existe una divergencia conceptual entre ambas posturas, sino otra de mayor calado que afecta a este último. En este sentido, mientras que los partidarios del concepto oficial abogan por el llamado “modelo social”, que enfatiza las deficiencias o limitaciones que presenta la persona con discapacidad y su interacción con el entorno, las organizaciones y colectivos defienden el conocido como “modelo de la diversidad”, el cual pretende hacer de la discapacidad una normalización. A tal respecto, una vez más, opino que la virtud se encuentra en el punto medio entre ambas posturas. Si bien es cierto afirmar que las personas con discapacidad están sometidas a ciertas limitaciones u obstáculos, en ocasiones insalvables, derivados de la condición física, psíquica o sensorial que presentan, también lo es que, a causa de dichos déficits, desarrollan otras facultades como respuesta natural a una lógica necesidad a la que no tienen que hacer frente las mal llamadas “personas normales” que, dicho sea de paso, presentan otro tipo de limitaciones derivadas de la imperfecta naturaleza humana, de ahí que, en cierto modo, también se puede afirmar que padecen cierto grado de “discapacidad” por lo que, en consecuencia, este fenómeno es algo normal y universal sin que sólo pueda ser imputable a ciertos individuos. Así pues, considero que entre ambas acepciones y modelos existe un punto común que define y trata con absoluta dignidad y pleno respeto la realidad y oportunidades de las personas afectadas por algún tipo de discapacidad. Tal como acabo de exponer, tratar de establecer un concepto único del término discapacidad no es tarea fácil por lo que ha experimentado múltiples variaciones a lo largo de su historia. En este contexto, la Organización Mundial de la Salud (OMS) impulsó al comienzo del presente milenio una revisión conceptual ya que la última clasificación del referido término, que databa de los años 80, había quedado obsoleta. Como fruto de este trabajo, la OMS, a través de su Asamblea General, aprobó en el año 2001 una nueva Clasificación Internacional del Funcionamiento, de la Discapacidad y de la Salud (CIF), la cual se caracteriza, principalmente, por la ampliación del concepto de discapacidad. La CIF distingue nuevos términos como “Funcionamiento”, “Discapacidad” y “Salud”. Mientras que el “Funcionamiento” abarca todas las funciones y estructuras corporales, la discapacidad se centra en las deficiencias de estas últimas. Finalmente, la “Salud” será el elemento clave que relaciona a los dos anteriores. Con esta nueva clasificación, la discapacidad deja de ser sinónimo de desigualdad para ser concebida como toda restricción o déficit para realizar una actividad en la forma o dentro del margen que se considera normal para el ser humano pero que no es incompatible con otras potencialidades inherentes al individuo que, convenientemente tratadas, podrían arrojar unos resultados superiores a la media. Por otra parte, tras la implantación de esta nueva clasificación, la discapacidad no va a venir solo definida por las limitaciones del funcionamiento de una persona, sino que también va a ser una consecuencia del influjo de los llamados factores contextuales que engloban desde una perspectiva integradora la vida de un individuo y se subdividen en factores ambientales y personales. Por su parte, los factores ambientales están compuestos por el ambiente físico, social y cultural en el que una persona vive y se desarrolla. En mi opinión, si aceptamos que las personas con discapacidad son nuestras conciudadanas, con los mismos derechos básicos que cualquier otra persona que nos rodea, se deduce que los poderes públicos habrán de desarrollar políticas que les garanticen el mismo tipo de oportunidades que nosotros disfrutamos para que, de este modo, puedan participar con plenitud en la vida de su comunidad. En conclusión, la percepción de la discapacidad se torna como una cuestión vinculada a los derechos humanos, los cuales son inherentes a toda persona, padezca o no algún tipo de discapacidad. Sin lugar a dudas, esta concepción de la discapacidad introducida por la CIF ha servido como principio informador a la reciente normativa que, desde distintos niveles de influencia o responsabilidad, ha sido recientemente aprobada, pudiendo al efecto destacar la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad aprobada por la ONU en 2006, el Tratado de Lisboa y la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea y, ya en nuestro ámbito estatal, la Ley 26/2011, de 1 de agosto, de adaptación de la normativa interna a la citada Convención y el Real Decreto Legislativo 1/2015, de 29 de noviembre, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley General de derechos de las personas con discapacidad y de su inclusión social. Sin lugar a dudas, me atrevo a afirmar que la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad aprobada por la ONU en el año 2006 ha sido el primer tratado en esta materia, marcando así un antes y un después en la producción normativa de todas las instituciones supranacionales y Estados que han suscrito expresamente o de facto el contenido o, al menos el espíritu, de esta Convención. No obstante, aunque sólo ha transcurrido una década desde su aprobación, considero ya necesaria una revisión de su contenido pues establece conceptos que, debido a la evolución y desarrollo experimentado a lo largo de estos diez años, han quedado obsoletos. Asimismo, la Convención nació con ciertos defectos o lagunas jurídicas que están dificultando su aplicación. Un claro ejemplo de esta última aseveración radica en la actual redacción de su artículo 12, el cual tiene como principal objetivo la promoción y defensa del goce pleno e igualitario por todas las personas con discapacidad de los derechos y libertades que son inherentes a todos los seres humanos por el simple hecho de serlo. Para el cumplimiento de este objetivo, el citado precepto exige que las entidades supranacionales o Estados acometan, dentro de su marco competencial, las reformas normativas que sean necesarias para propiciar un cambio sustancial en la regulación de la capacidad de obrar de la persona con discapacidad, pasando así del sistema legal de sustitución ampliamente extendido a un sistema de apoyos, el cual implica que una persona con discapacidad puede aceptar ayuda en la toma de sus decisiones sin que ello implique la total renuncia a dicha facultad. Aunque aplaudo la noble finalidad que persigue el citado precepto, cuestiono la indefinición de su redacción ya que, por un lado, propone reformas normativas sin indicar con detalle el alcance de la mismas y, por otro, introduce como nuevo concepto los “modelos de apoyo” pero sin definirlos ni delimitarlos, quedando pues un amplio margen de discrecionalidad que sólo origina inconvenientes para lograr la ansiada uniformidad en la esfera internacional. Así pues, considero más que deseable introducir en la nueva redacción del precitado artículo 12 de la Convención una configuración de los modelos de apoyo y, en este sentido, comparto la propuesta elaborada por el Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI) que plantea la necesidad de implantar un modelo complementario, flexible y profesionalizado. A saber: complementario, porque no ha de reemplazar el modelo generalizado de sustitución, sino adecuarlo a las exigencias de la Convención, flexible porque ha de acomodarse a las circunstancias de la persona con discapacidad, pudiendo ser modificado cuantas veces sea necesario, en función de su situación y, finalmente, profesionalizado, porque cada actuación encaminada a la atención de las necesidades de una persona con discapacidad será estudiada y ejecutada desde un punto de vista técnico a través de un equipo multidisciplinar compuesto, cuando menos, por un psicólogo, un trabajador social, un educador, un jurista y un administrador encargado de los asuntos económicos . Dicho equipo diseñaría un plan individualizado de actuación para cada persona con discapacidad, el cual contendría una serie de medidas de apoyo específicas destinadas a complementar su capacidad, evitando de este modo actuaciones discrecionales, arbitrarias o generalizadas. A tal efecto, el CERMI distingue entre medidas de apoyo en la esfera de las habilidades adaptativas (comunicación y lenguaje, habilidades sociales, autonomía y vida independiente, ocio y tiempo libre, etc.), apoyos destinados a soporte psicosocial (medidas en el ámbito de la psico-educación, para proporcionar soporte social y emocional, etc.), medidas de apoyo para cuidados de salud (intervención en prevención de riesgos, conciencia de enfermedad, prevención de recaídas, gestión de la enfermedad, etc.), apoyos en aspectos jurídicos (asesoramiento, representación legal, etc.) y medidas de apoyo en la esfera económico-administrativa y patrimonial (control indirecto de cuentas bancarias, movilización de recursos, etc.). El tratamiento del fenómeno de la discapacidad en el ámbito de la Unión Europea (UE) es relativamente reciente ya que, en su origen, el nacimiento de aquélla obedeció exclusivamente a razones económicas y de oportunidad política. No obstante, la esfera competencial de las instituciones comunitarias ha evolucionado considerablemente desde su nacimiento, abarcando actualmente un amplio elenco de materias entre las que cabe citar la Política Social que, si bien tuvo su primera aparición con el Acta Única Europea (1986), ha sido paulatinamente desarrollada en Tratados posteriores como Maastricht (1992), Ámsterdam (1997) y, más recientemente, Lisboa (2007). Concretamente, el artículo 4 del Tratado de Funcionamiento de la UE (antiguo Tratado de Roma), tras su modificación por el Tratado de Lisboa, considera la Política Social como una competencia comunitaria compartida, lo que implica que tanto la UE como los Estados miembros podrán adoptar actos jurídicamente vinculantes en esta materia aunque éstos últimos sólo podrán ejercer su competencia en la medida en que la UE no haya ejercido la suya o, en su caso, haya decidido dejar de ejercerla. Asimismo, tal como establece el artículo 6 del Tratado de la UE (antiguo Tratado de Maastricht) igualmente modificado por el Tratado de Lisboa, con la entrada en vigor de este último, la Carta de Derechos Fundamentales de la UE pasa a ser jurídicamente vinculante en todos los Estados miembros, a excepción de Reino Unido y Polonia. Esta Carta, que fue proclamada con el Tratado de Niza aunque no ha sido hasta la vigencia del Tratado de Lisboa cuando, tras una modificación, ha alcanzado el valor de norma jurídica comunitaria, dedica su Capítulo III al derecho a la igualdad y no discriminación de todos los ciudadanos y ciudadanas de la UE, incluyendo expresamente a las personas con discapacidad. Tal como he adelantado, la normativa estatal vigente en materia de discapacidad ha seguido, con sus luces y sombras, la línea marcada en la esfera internacional. Bajo el influjo de este espíritu, fue aprobada la antedicha Ley 26/2011, de 1 de agosto, de adaptación de la normativa interna a la Convención Internacional de los Derechos de las Personas con Discapacidad, cuya Disposición Adicional Séptima otorgaba al Gobierno el plazo de un año desde su entrada en vigor para impulsar las reformas que fueran necesarias al objeto de adecuar la normativa estatal a los directrices aprobadas por la Convención. El mandato establecido por el legislador ordinario fue satisfecho fuera de plazo por nuestro ejecutivo mediante el Real Decreto Legislativo 1/2013, de 29 de noviembre, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley General de derechos de las personas con discapacidad y de su inclusión social, que prácticamente se limita a unificar en su solo texto la dispersión normativa que existía en la materia introduciendo como única novedad cambios terminológicos que, si bien suponen adaptaciones formales al espíritu de la Convención, no conllevan verdaderos cambios sustanciales, persistiendo así, en gran medida, la situación anterior. En este sentido, al objeto de evitar estos resultados tan indeseados, vuelvo a reiterar la necesidad de revisar el texto de la Convención para otorgar una redacción más precisa y detallada a sus preceptos, dejando así poco margen de discrecionalidad a las entidades y Estados encargados de su aplicación y ejecución. Por otro lado, circunscribiendo al ámbito estatal la problemática anteriormente referida en relación al artículo 12 de la Convención y hasta que se acometa la demandada modificación del mismo, apuesto, para un mejor cumplimiento del espíritu de la Convención, por otorgar mayor protagonismo a la institución de la Curatela en detrimento del proceso capacidad modificada judicialmente (antigua incapacitación) y de la Tutela, figuras reguladas en el Código Civil, ya que la primera de ellas ofrece al juez un mecanismo más eficaz para determinar las medidas de apoyo necesarias para que las personas con discapacidad puedan obrar por sí mismas. En la institución de la Curatela, a diferencia de lo que sucede con la Tutela, la intervención del curador no es necesaria en todos los actos realizados por la persona con discapacidad, siendo el juez el que limita en su fallo los supuestos en los que aquélla requiere asistencia, sin que el Curador ostente su representación legal ni supla su voluntad con carácter general. Por ello, es necesario que estas sentencias sean concretas y precisas en su contenido, teniendo siempre en cuenta el interés y las preferencias de las personas con discapacidad, de modo que los procesos de capacidad judicialmente modificada se limiten a supuestos muy concretos en los que no sea posible conocer la voluntad de aquéllas ya que suponen un recorte de sus derechos que, en la medida de lo posible, es necesario evitar en congruencia con la propia Convención y el artículo 6 del Real Decreto Legislativo 1/2013 cuyo apartado primero recoge que “El ejercicio de los derechos de las personas con discapacidad se realizará de acuerdo con el principio de libertad en la toma de decisiones”. En cualquier caso, el déficit de la normativa estatal en materia de discapacidad no procede sólo de las nuevas directrices marcadas en la esfera internacional. En este sentido, he dedicado una importante parte del presente trabajo de investigación al análisis del Real Decreto Legislativo 8/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley General de la Seguridad Social (LGSS), y la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Autonomía Personal y Atención a las Personas en Situación de Dependencia, la cual está íntimamente ligada a la discapacidad ya que, si bien no toda persona con discapacidad es dependiente, sí puedo afirmar que todo dependiente es una persona con discapacidad en cuanto padece una limitación de su autonomía personal. Aunque la LGSS regula un amplio elenco de prestaciones afectas al ámbito laboral que exigen un período mínimo de cotización a la Seguridad Social, también contiene otras ajenas a dicho requisito, realidad que ha motivado un importante conflicto doctrinal entre los partidarios de una reforma del actual sistema de Seguridad Social, que defienden la exclusión de las referidas prestaciones de dicho sistema para integrarlas en el ámbito de la Dependencia, y aquellos que argumentan la necesidad de fusionar los dos cuerpos legales anteriormente mencionados en uno solo. Ciertamente, la LGSS regula prestaciones como la de invalidez no contributiva (arts. 363 y ss.), la de asignación por hijo discapacitado a cargo (arts. 352 y ss.), determinados aspectos de las prestaciones por muerte y supervivencia ligados a la dependencia (arts. 216 y ss.) y el complemento por ayuda de tercera persona (art. 364.6) que, por su naturaleza y objeto, parecen quedar mejor encuadradas en el ámbito de la Ley 39/2006 que en el suyo propio. No obstante, discrepo sobre la posibilidad de fusionar en un solo texto ambos regímenes ya que el sistema de la Seguridad Social no podría soportar en la coyuntura actual, caracterizada por el bajo número de contribuyentes/cotizantes, el gasto inherente al sistema de Dependencia cuyo texto legal, además, ha sido reiteradamente modificado por esta razón. En cualquier caso, la Ley 39/2006 ha sido una norma muy acertada en cuenta a su objeto y finalidad ya que los índices demográficos y económicos de nuestro país demuestran la existencia de un creciente porcentaje sobre el total de la población de personas mayores o con discapacidad que requieren necesidades permanentes de apoyo las cuales no pueden ser satisfechas por sus seres más cercanos debido a las limitaciones económicas o a la exigencia del mercado laboral. No obstante, el ambicioso objetivo de esta Ley no ha encontrado respaldo presupuestario suficiente, de ahí que, tal como he indicado, la norma haya sido reformada sucesivamente para adaptarla a la realidad de las cuentas públicas, circunstancia que ha desvirtuado su original razón de ser. Una muestra del caótico régimen financiero de esta norma se halla en el artículo 32.3 de la LAAD, el cual establece la necesidad suscripción de un convenio entre Estado y Comunidades Autónomas que determine las obligaciones financieras a cumplir por cada parte para contribuir al sostenimiento del sistema, cuya aplicación ha sido reiteradamente suspendida por las Leyes de Presupuestos Generales de los últimos años1 creando así una situación de indefinición que da lugar a distintos esfuerzos presupuestarios en las Comunidades Autónomas para sufragar los costes del SAAD, lo que origina situaciones de desigualdad entre la ciudadanía en función del volumen de recursos que su Comunidad Autónoma de residencia opte por destinar para la financiación de las prestaciones derivadas del sistema. A pesar de lo expuesto, aunque no soy partidaria de la fusión entre ambos sistemas, sí defiendo su coordinación ya que la relación existente entre los mismos es innegable, tal como demuestra el régimen jurídico aplicable a la valoración de necesidad de asistencia de tercera persona cuya concurrencia permite al individuo, al amparo de la LGSS, poder ser beneficiario de determinadas prestaciones o subsidios. En este sentido, la valoración de dicha necesidad se recogía originalmente en el Anexo II del RD 1971/1999, de 23 de diciembre, por el que se regulaba el procedimiento para el reconocimiento, declaración y calificación del grado de discapacidad, cuyo texto fue derogado con la entrada en vigor del RD 174/2011, de 11 de febrero, por el que se aprueba el baremo de valoración de la situación de la dependencia, que desarrolla la ya citada Ley 39/2006, el cual va a establecer los criterios para valorar dicha situación, determinando así una relación entre la LGSS y la LAAD, o lo que es lo mismo, entre minusvalía/invalidez e incapacidad. Una manifestación de esta conexión, así como de un nuevo déficit jurídico, se encuentra en el artículo 194 LGSS. Si bien la Ley 24/1997, de 15 de julio, de Consolidación y Racionalización del Sistema de Seguridad Social, cambió la rúbrica de dicho precepto por “Grados de Incapacidad”, la Disposición Transitoria 26ª de la LGSS establece que los cambios introducidos no serían de aplicación hasta la entrada en vigor de las normas reglamentarias a las que hace referencia el apartado tercero del mismo artículo, el cual instaba al Gobierno a elaborar una lista de enfermedades, así como la valoración de las mismas, a efectos de la reducción de la capacidad de trabajo y la determinación de los distintos grados de incapacidad. Teniendo en consideración que dicha relación, a pesar del tiempo transcurrido, no ha sido aún aprobada, cabe concluir que todavía persiste la vigencia de la redacción original que rubrica el analizado artículo 194. En definitiva, bajo estas premisas, abogo por la reforma y actualización de LGSS, pues el reciente Texto Refundido, como bien su nombre indica, no introduce ninguna modificación sustantiva que delimite la confusión que en mi opinión, existe entre el ámbito de aplicación de la normativa citada y la Ley de Dependencia. De igual forma, abogo por la derogación o, cuando menos, modificación, de la Ley 39/2006 al objeto de aprobar una verdadera Ley de Asistencia Social cuyo articulado garantice, en la medida de las posibilidades reales, una consignación presupuestaria suficiente para acometer las medidas que contenga, restableciendo así la seguridad jurídica perdida tras los continuos cambios operados en la Ley 39/2006. Asimismo, tal como he adelantado, igualmente considero imprescindible una efectiva coordinación entre LGSS y el SAAD que evite contradicciones y solapamientos en sus respectivos ámbitos, velando así por el cumplimiento de los principios de eficacia y eficiencia en sus actuaciones. En este sentido, dicha coordinación se llevaría a cabo a través del Consejo Territorial del SAAD o, en su defecto, de la Conferencia Sectorial competente en Políticas Sociales Si el panorama legislativo estatal en materia de discapacidad presenta ciertas deficiencias que urge corregir, la situación en Andalucía es, aún si cabe, más acuciante, constituyendo la obsoleta Ley 1/1999, de 31 de marzo, de Atención a las Personas con Discapacidad, el único marco legal de referencia ya que el segundo y último Plan de Acción Integral para las Personas con Discapacidad concluyó en 2013 sin que se haya procedido a su renovación y el esperado Anteproyecto de Ley de los Derechos y la Atención a las Personas con Discapacidad en Andalucía, que pretendía adaptar la normativa autonómica a las directrices marcadas por la Convención y la legislación estatal, todavía no ha comenzado si quiera el trámite parlamentario para su aprobación definitiva. Si bien, hasta el momento, me he referido a la protección de las personas con discapacidad desde una perspectiva prestacional y/o asistencial, es decir, en relación a las ayudas a las que, por su condición, pueden tener acceso de conformidad con la normativa vigente, cabe ahora ampliar este estudio para, en aras del principio de igualdad y transversalidad (mainstreaming), extenderlo a los más variados ámbitos de nuestra sociedad, ya que tal como he manifestado con reiteración a lo largo del presente estudio, una persona con discapacidad es, ante todo, persona y, en consecuencia, titular de todos los derechos que son inherentes a la ciudadanía, debiendo acceder a los mismos en igualdad de condiciones. No obstante, aunque la afirmación que acabo de manifestar se halla absolutamente asentada en nuestro actual sistema jurídico, desafortunadamente, sólo lo está desde un punto de vista formal, no siempre material, de ahí que todavía asistamos a múltiples situaciones de discriminación en nuestra vida cotidiana que son necesarias corregir, no sólo desde el Derecho, sino, tal como tendré la oportunidad de indicar seguidamente, desde la Accesibilidad, Educación y Empleo, los cuales, en mi opinión, constituyen los tres pilares fundamentales que hacen posible una sociedad inclusiva que tenga como principales valores la igualdad y la no discriminación. La nueva forma de protección social deberá ir encaminada a la lucha contra la exclusión social mediante la garantía de los derechos sociales. En este sentido, quiero destacar el relevante papel que desempeña el Derecho para la consecución de estos objetivos ya que es el instrumento del que disponen las sociedades democráticas modernas para hacer exigibles, ante las diversas instancias del Estado, todas aquellas reivindicaciones y propuestas planteadas por las propias personas con discapacidad que, ya sea de forma individual, ya sea mediante organizaciones o colectivos, son las mejores conocedoras de su realidad y, por tanto, de las actuaciones a implementar para adecuar aquella al reconocimiento formal de igualdad que ya les reconoce el ordenamiento jurídico. En cualquier caso, creo conveniente resaltar que, si bien el logro de estas metas es un principio orientador de la actuación de los poderes públicos que impone, entre otros cuerpos legales, la propia Carta Magna cuando en su artículo 9.2 exige “promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos sociales en que se integran sean reales y efectivas”, así como “remover todos los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud” y “facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”, nunca podrá alcanzarse plena e íntegramente ya que las propias limitaciones de las personas con discapacidad lo imposibilitan aunque, como acabo de exponer, ello no ha de impedir que la actuación pública vaya dirigida a reducir esta realidad insalvable a su mínima expresión. Para que esta ardua labor tenga éxito, la actividad pública ha de girar en torno a tres ejes fundamentales que son la accesibilidad, la educación y el empleo. A tal fin, mientras que el primero de ellos persigue la autonomía del individuo en su entorno social, la educación y el empleo, por su parte, buscan el desarrollo personal y profesional de aquél. La accesibilidad resulta ser la condición ineludible para el ejercicio de los derechos en igualdad de oportunidades y, en último término, garantizar la dignidad humana. Así pues, en mi opinión, tal como establece el artículo 9 de la Convención, la accesibilidad ha de ser considerada, no como un principio, sino como un derecho, que ha de tener por objeto la supresión tanto de los obstáculos físicos, como de las barreras sociales y psicológicas que restringen la autonomía y plena libertad de la personas con discapacidad. En este último aspecto, la accesibilidad estaría íntimamente ligada a la educación, la cual ha de servir como catalizador de una formación en igualdad que levante el velo de todos aquellos prejuicios que conciben al sujeto con discapacidad como un impedido digno de lástima que requiere de asistencia o ayuda permanentes. Si bien la educación es un derecho fundamental extensible a toda la ciudadanía que se encuentra consagrado en el artículo 27 de nuestra Constitución, su adecuado ejercicio garantiza la consecución de un doble objetivo. Por un lado, la integración de las personas con discapacidad en el sistema educativo permite su formación para una plena integración en igualdad de condiciones tanto en la sociedad como en su mercado laboral, garantizando, en consecuencia, su autonomía. Por otro, una educación inclusiva que presente en sus diferentes itinerarios curriculares valores transversales como la igualdad de oportunidades y no discriminación, permite el desarrollo de las sociedades, haciendo de las mismas comunidades de convivencia democrática y pacífica ya que desde la educación se pueden erradicar problemas tan importantes como la exclusión. Desde mi punto de vista, creo necesario el apoyo a todas aquellas medidas que se adopten en aras de la educación inclusiva pues ésta reporta mayores conocimientos y experiencias, agiliza el cambio cultural y la manera de pensar, aumenta y mejora los valores implantados en el seno de la comunidad educativa y permite un mayor enriquecimiento personal. No obstante, para garantizar esta educación inclusiva será necesario configurar un sistema que luche contra los estereotipos, normalice el fenómeno de la discapacidad y conciencie sobre su tratamiento desde el respeto, la tolerancia y la integración. La implantación, ejecución y mejora de un sistema de enseñanza que permita una educación inclusiva, requiere de un desarrollo normativo adecuado que lo garantice, no sólo a nivel escolar, sino también a nivel personal, social y laboral, poniendo así de relieve, una vez más, la relación directa existente entre Discapacidad y Derecho que preside el presente trabajo de investigación. En este sentido, la producción jurídica ha sido variada en diferentes ámbitos y esferas, pudiendo citar, a modo de ejemplo, la Convención Internacional de los Derechos de las Personas con Discapacidad, la Carta Europea de Derechos Humanos, la propia Constitución Española, el Real Decreto Legislativo 1/2013, de 29 de noviembre, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley General de derechos de las personas con discapacidad y su inclusión social, Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, para la Mejora de la Calidad de la Educación, tras su modificación por la Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre o la Estrategia española sobre discapacidad 2012/2020 que, en materia de educación, tiene como principal reto la integración, con el apoyo individual necesario, de las personas menores con discapacidad en el sistema general. No obstante, aún quedan déficits por corregir ya que el principal escollo que encuentra la educación inclusiva es el escaso apoyo de las Administraciones competentes para, cuando menos, ejecutar las normas aprobadas, circunstancia que se traduce, principalmente, en insuficiencia de recursos económicos, humanos y materiales, a lo que hay que sumar la inestable regulación normativa sujeta a continuas modificaciones en función del color político que detenta el poder. En este sentido, para mejorar el sistema educativo en la línea expuesta, creo que se requiere una actuación política definida, fuerte y estable, una formación continua y permanente del profesorado, un mayor y mejor apoyo a los centros educativos fomentando la coordinación de estos con las familias y, por supuesto, una inversión adecuada a tan ambiciosos objetivos. A este respecto, quiero destacar la modificación operada en Ley 33/2003, de 3 de noviembre, de Patrimonio de las Administraciones Públicas, por la Ley 18/2015, de 9 de julio, por la que se modifica la Ley 37/2007, de 16 de noviembre, sobre reutilización de la información del sector público. Según dicha modificación, se añade una nueva Disposición Adicional vigésimo cuarta a la Ley 33/2003 con la rúbrica “Programa para la Mejora de las Condiciones Educativas de las Personas con Discapacidad”, la cual establece en su párrafo primero que “La Administración General del Estado desarrollará a través del Real Patronato sobre Discapacidad un programa dirigido a promover la mejora de las condiciones educativas de las personas con discapacidad, con especial atención a los aspectos relacionados con su desarrollo profesional y a la innovación y la investigación aplicadas a estas políticas, a través de ayudas directas a los beneficiarios”. Unas políticas adecuadas en materia de accesibilidad y educación inclusiva desembocarían, sin lugar a dudas, en el tercero de los ejes anteriormente citados: el empleo. No obstante, si bien el término lo permite, no hago aquí referencia a un empleo cualquiera, sino a uno de calidad, no precario, que permita a la persona con discapacidad logar su independencia económica para satisfacer sus necesidades, alcanzar sus metas individuales y, en definitiva, ser autónoma. Una vez más, para alcanzar estos objetivos, es necesario un desarrollo normativo adecuado que en los últimos años ha sido especialmente prolijo. Para evitar ser repetitiva, rehúso citar las normas y textos legales antes enumerados aunque, por su relevancia, quiero detenerme brevemente, pues la ocasión no permite mayor extensión, en el Real Decreto Legislativo 1/2013, de 29 de noviembre, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley General de derechos de las personas con discapacidad y su inclusión social, que regula una serie de mecanismos para garantizar la empleabilidad del colectivo circunscrito en su ámbito de aplicación, tales como la promoción de Centros Especiales Empleo, el respeto a las cuotas de reserva en centros de trabajo y la promoción de los enclaves laborales como medio de acceso al empleo ordinario. Asimismo, la plena integración de las personas con discapacidad en el mercado de trabajo es uno de los retos propuestos por la Estrategia española sobre discapacidad 2012/2020 antes citada. En cualquier caso, para el logro de los objetivos mencionados y evitar así que las expectativas económicas de las personas con discapacidad se limiten y constriñan a las políticas públicas de subsidios, las cuales, además, se han visto muy reducidas por el impacto de la crisis, opino que sería necesario llevar a cabo, entre otras, las siguientes actuaciones: analizar y emitir propuestas sobre la actual la normativa que regula el empleo para personas con discapacidad, analizar en profundidad los datos de empleabilidad de la población con discapacidad, así como las políticas de empleo dirigidas a este colectivo., mostrar buenas prácticas de inclusión de personas con discapacidad, tanto en empleo ordinario como en empleo protegido, mostrar ayudas técnicas que favorezcan la inclusión de las personas con discapacidad en el ámbito laboral, conocer las diferentes investigaciones que se están realizando en este campo desde diferentes sectores como la Universidad, las entidades del Tercer Sector y las Administraciones Públicas, visualizar la realidad actual e implicar a los diferentes agentes implicados (Administraciones Públicas, empresas, sindicatos y entidades del tercer sector) a realizar propuestas de mejora en este campo. Aunque ya lo he citado con anterioridad, quiero incluir expresamente en estas conclusiones mi reconocimiento expreso a la labor desempeñada por lo que coloquialmente conocemos como Tercer Sector, el cual se compone de organizaciones privadas sin ánimo de lucro que, compuestas principalmente por las propias personas con discapacidad y sus familias, luchan constante y permanentemente por la mejora de sus condiciones, sirviendo asimismo a las instituciones públicas de apoyo a las para implantar y ejecutar sus políticas y de cauce para que aquéllas recaben propuestas y mejoras, plasmando así el principio de participación social y democrática que, a su vez, supone igualmente un signo o manifestación de inclusión. En conclusión, creo que ha quedado suficientemente constatada la existencia de mecanismos normativos, así como de la implicación y sustrato social necesarios, para alcanzar con creces la plena inclusión de las personas con discapacidad pero, sin embargo, aún dista mucho para la consecución de esta meta que, en coyunturas como la actual, lejos de progresar, parece retroceder a posiciones que se creían ya superadas. ¿Existe pues, tal como se afirma, una crisis del Estado Social? Personalmente, niego tal premisa. Más allá de los casos de corrupción y mala praxis que han inundando e inundan los principales medios de comunicación, subyacen unos problemas de fondo que, si bien quedan atenuados en períodos de bonanza económica, resurgen, incrementados por las circunstancias, en épocas de recesión, tales como la crisis del sistema fiscal y financiero, la mejorable organización y coordinación administrativas y la escasa e ineficiente gestión de los recursos públicos, los cuales son, en mi opinión, los principales causas de que aún quede un largo camino por recorrer para el logro del objetivo anteriormente citado. En este sentido, enlazando nuevamente con el hilo conductor de este trabajo de investigación, el Derecho aparece como la solución idónea para erradicar los obstáculos enumerados ya que una correcta y estable producción normativa en colaboración con los agentes implicados minimizaría las deficiencias vigentes aunque aquélla no puede convertirse en un simple y mera declaración de buenas intenciones, siendo necesario que esté acompañada de la debida dotación económica que permita plasmar en la realidad práctica el espíritu que persigue la norma, evitando así un ritual de continuas y sucesivas modificaciones que sólo sirven para contribuir a la inseguridad y confusión jurídicas.